PSICOLOGIA
Menos obligación y mucha más ilusión
Nos pasamos la vida intentando agradar y ser obedientes.
Adaptarse es positivo, exagerarlo conduce al aislamiento.
Dejar de recorrer la senda que quieren los demás y guiarse más por la ilusión, es el camino
Debería empezar por confesar que buena parte de mi vida la he pasado
siendo un niño adaptativo. Muchos de mi generación respondemos a ese
patrón actitudinal: caer bien, quedar bien, hacerlo todo bien. Ser, ante
todo, obedientes. La manera de ser amados se correspondía con la
capacidad de generar en los demás un estado de simpatía hacia nuestra
persona. Y nada funciona mejor en este sentido que adaptarse a las
demandas del medio y de las voluntades ajenas. Imposible desobedecer.
Imposible fallar. Imposible actuar según los propios designios, según
las ganas y según los latidos del corazón.
Adaptarse al medio no es ningún demérito, más bien al contrario. Sin
embargo, cuando la adaptación se pone al servicio de las transacciones
afectivas, de la búsqueda de aprobación y estima de los demás, entonces
tenemos un problema. La vida se convierte en la obligación de ser
buenos, de corresponder a las expectativas ajenas. Se construye así una
identidad disociada: quien soy por fuera y quien soy por dentro. La zona
abierta y la zona oculta. Lo malo es que uno llega a creer que lo que
existe ahí dentro es vergonzoso. Por eso hay que ocultarlo.
Con el paso de los años, las personas que se han pasado la vida
obligándose a ser buenas acaban tan hartas que prefieren encerrarse en
sí mismas. Deciden vivir por fin su vida oculta, solo que no lo saben
hacer ante los demás, por lo que prefieren que las dejen en paz. Hartas
de todo, se aíslan, van a lo suyo y la familia con un ratito basta. Se
abandonan porque no quieren más obligaciones.
El doctor Eric Berne se hizo popular por su teoría sobre el análisis transaccional o los tres estados del yo:
el niño, el adulto y el padre. Esas figuras simbólicas que todos
llevamos encima son fáciles de reconocer si escuchamos nuestros diálogos
internos. Pero más allá de su teoría y de la atinada descripción de los
juegos en los que vivimos según Berne, el niño es la parte más valiosa
de la personalidad, ya que contribuye al impulso creador, el encanto, la
intuición o el placer.
No obstante, distingue entre el niño adaptado y el niño natural. El
primero es el que modifica su comportamiento bajo la influencia
parental. Se porta como el padre o la madre querían que se portara. O se
adapta y lo hace con dos posibles expresiones: encerrándose en sí mismo
o quejándose. El niño natural es una expresión espontánea. Es rebelde o
creativo, por ejemplo.
De ahí obtenemos una primera pista valiosa: el precio de la
adaptación consiste en partirse en dos. Uno es complaciente. El otro,
ocultamente insatisfecho. De este modo crece sufriendo esa doble
existencia. La de fuera, elogiada por todo el mundo. La de dentro,
odiada por uno mismo. La que se muestra y la que se oculta. Una cara es
el éxito; la otra, el aburrimiento. O se cae en la vanidad y el
narcisismo o se muere de envidia o de vacío. Mal asunto.
Cuenta Antonio Blay que lo que surge del fondo de nuestro
ser es inteligencia, energía y afecto. Pero, en cambio, el modo de ser
se adquiere a través de lo que se nos enseña, lo que se debe hacer, cómo
hay que hacerlo y lo que no hay que hacer. El niño (voy a utilizar el
genérico de Berne, aunque se entiende que hablo de la niña también)
aprende que no vale tanto por lo que es, sino por su adaptación a un
modo de ser ajeno a él. Es así como construimos un exterior que, con tal
de garantizarnos seguridad, afecto y felicidad, nos pide a cambio que
renunciemos a nuestra naturalidad.
“Quien es auténtico asume la responsabilidad por ser lo que es y se reconoce libre de ser lo que es"
(Sartre)
Dice Blay: “El niño desconecta de su fondo de energía, de su fondo de
vitalidad, de donde surge la capacidad combativa de vivir, de jugar, de
expresar sus necesidades vitales”. Es así como uno pierde la seguridad
en sí mismo. El niño deja de vivir en su fuente natural y acaba por
depender de las fuentes externas, la madre primero y el mundo después.
Pero ¿qué ocurre cuando, a pesar de ser bueno y adaptado, ahí fuera les
niegan sus necesidades? Entonces el niño se encuentra sin soporte
central y sin soporte exterior y por unos momentos se encuentra
totalmente aislado, desconectado, en una soledad total. Es el estadio de
angustia fundamental.
Esa ansiedad la seguimos viviendo de adultos cada vez que sentimos la
duda de quién somos o de no funcionar según los modelos establecidos.
Se llega a un callejón sin salida: si soy yo, no me querrán. Nos
abandonamos a nosotros mismos para que no nos abandonen los demás, los
que creemos fuente de todo lo que necesitamos. La mayor parte de las
personas que juegan a ser buenas, que tienen la necesidad imperiosa de
sentirse bondadosas y lograr ser queridas, lo hacen para evitar esas
angustias. Así han aprendido a vivir con obligaciones, remordimientos y
culpabilidades.
No fue hasta los cuarenta y tantos cuando aprendí de mi maestro Oriol
Pujol Borotau una de sus mejores lecciones orientales: ¡Todo con
ilusión, nada por obligación! Lo que encierra esta frase tan breve es
toda una declaración existencial. Los griegos nos impulsaron hacia la
virtud a través de la lucha y la victoria, para obtener así la condición
de personas honorables. Hoy preferimos hablar de ilusión y de
felicidad, de fluir, de amar y de sentir pasión por aquello que nos
gusta.
“La diferencia entre el pasado, el presente y el futuro es solo una ilusión persistente”
(Albert Einstein)
No obstante, para llegar a tales plenitudes es necesario un ejercicio
de autoconocimiento que permita observar y corregir la pesadez de
seguir siendo un modelo a los ojos del mundo. Atreverse a ser uno mismo
pasa por tener a raya al niño adaptativo, abandonar la obligación
interior de ser siempre bueno y preferir mostrarse con autenticidad.
Para ello hay que vencer esas angustias que ahora perviven como memorias
emocionales. Hay que abrazar la vulnerabilidad de sentirse desnudo
hasta descubrir lo bien que sienta recuperar la naturalidad. Aquella que
no se basa en modelo alguno, sino en inteligencia, amor y energía. El
resto es mera reactividad, miedo y control.
A veces, el planteamiento es sencillo: ¿qué es lo que hago por
obligación?, ¿qué es lo que hago con ilusión? El caminante que hace
camino al andar debe avanzar ligero. Cuando su mochila está demasiado
cargada de obligaciones, debe soltar lastre. Y una de las más pesadas es
la que obliga a recorrer la senda que quieren los demás. Hay que
encontrar el propio camino y revisar de vez en cuando si se sigue siendo
feliz al andar.
Ideas y caminos
– ‘Ser. Curso de psicología de la autorrealización’.
Antonio Blay. Ediciones Índigo.
– ‘Juegos en que participamos’.
Eric Berne. Editorial Diana (México).
– ‘Nada por obligación, todo con ilusión’.
Oriol Pujol Borotau. Amat Editorial.
Artículo publicado en elpais.com
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