TRIBUNA
Negar la educación
En la reforma que se plantea, hasta el momento, no hemos visto sino imprudencia, precipitación y una pavorosa falta de sentido común
Desde hace meses, muchos meses ya, nuestras vidas están a merced de
los mercados. Es imposible abrir la prensa, encender la radio o la
televisión, mantener una conversación incluso, sin oír hablar de
recortes y despidos, de supresión de derechos sociales, de pérdida de
civilización, en suma.
Entre tanto, intentamos educar a nuestros hijos a pesar de —o contra—
esto. Y confiamos en que si aún queda un espacio de resistencia frente a
los poderes financieros ese ha de ser el de la escuela. ¿Cómo imaginar
entonces que la reforma del sistema educativo consista en hacer de estos
grilletes sus cimientos? ¿Cómo reducir la educación a “motor que
promueve la competitividad de la economía?”
Este vocabulario de guerra (“mercado”, “competitividad”, “éxito”,
“arena internacional”) impregna cada una de las páginas del borrador del
anteproyecto de ley, presentado hace unos días. Ni una sola vez se
mencionan aquellas palabras que hasta ahora trazaban el horizonte de
todo proyecto educativo: “democracia”, “ciudadanía”, “cooperación”,
“diálogo”, “pensamiento crítico”. “Cultura”.
Tan inquietante como este objetivo es el camino previsto para
alcanzarlo: el reconocimiento de la diversidad del alumnado como
requisito para “canalizar a los estudiantes hacia las trayectorias más
adecuadas a sus fortalezas, de forma que (...) se conviertan en rutas
que faciliten la empleabilidad.”. Niños y niñas no son ya otra cosa en
la futura ley de educación que mano de obra y nada más.
Es verdad que unos y otros tenemos talentos diversos y que la escuela
no ha estado abierta hasta el momento más que a los perfiles de quienes
se ajustaban a la escuela de antaño. Creíamos que al fin era el momento
de abrirla a las artes, a la investigación, a la creatividad; a otras
formas de aprender, cooperativas e interdisciplinarias. Pero no: no se
trata de abrir, ensanchar, incluir. Se trata más bien de amputar, de
mutilar, de segregar. De reducir materias – y “detectar las
prioritarias”-; y de excluir alumnos y derivarlos, ¡desde los 12 años!, a
“otras vías”.
¿Cómo se va a llevar todo esto a cabo? Recuperando “la cultura de la
evaluación”. Para un estudiante esto será, a buen seguro, un sarcasmo.
Quien señala que la selectividad "no funciona porque la aprueba el 94%
de los alumnos", ignorando que esos alumnos acaban de superar todas las
pruebas de evaluación de un costosísimo segundo de bachillerato, está
despreciando de un plumazo el trabajo de docentes y estudiantes. Las
razones por las que la selectividad no funciona son otras, y haría bien
el ministro en escuchar a la comunidad educativa para conocerlas.
Pero lo que se quiere implantar ahora es un sistema de reválida que
evalúe exclusivamente lo que la OCDE tiene en cuenta: aquellos
aprendizajes imprescindibles para ser un trabajador versátil y sumiso.
Parecemos olvidar a veces que la educación, como ya dijera Neil Postman,
ha de ayudarnos no solo a ganarnos la vida, sino también a construirnos
la vida, individual y colectivamente.
Dos consecuencias inmediatas tiene esta “cultura de la evaluación”.
Una, que lo que PISA no evalúa no tiene ya legitimidad académica. Por
eso el ministro se permite hablar incluso de “asignaturas que distraen.”
¿Pero de qué distraen? Si queremos ayudar desde la escuela a
desarrollar el talento que cada persona encierra, mal camino llevamos
enarbolando las tijeras de podar. La manera de combatir la excesiva
fragmentación del currículo no es “suprimir las optativas”,
“especializar los centros”, “racionalizar la oferta”. De lo que se trata
es de apostar por un aprendizaje por proyectos que ayude a integrar, a
establecer vínculos, a conciliar las distintas miradas que la ciencia y
el arte ofrecen sobre los problemas esenciales de la condición humana,
del mundo que habitamos.
Causa estupor leer que “los alumnos españoles tienen más horas de
clase en total, pero menos horas de clase en lectura y matemáticas que
sus compañeros de la OCDE.” Pero, ¿no habíamos quedado en que enseñar a
leer es una tarea conjunta de todo el profesorado, puesto que aprender a
leer significa aprender a leer diferentes tipos de textos, también los
específicos de cada una de las ramas del saber? ¿Y qué pasa en cambio
con la oralidad, siempre extramuros de la escuela? Tanto empeño en
preparar alumnos “excelentes” y olvidamos que para ser un buen médico
hace falta también saber escuchar...
La segunda consecuencia tiene que ver con el para qué de
tanta reválida. Una reválida que tiene como único objetivo premiar o
castigar al examinando con su apto o no apto (examinando que se habrá
examinado ya una y mil veces a lo largo del curso, pero de cuyos
examinadores el Ministerio al parecer desconfía). Evaluar es otra cosa:
es detectar —a tiempo— qué está funcionando y qué no para poner remedio
temprano a los problemas.
No es este el caso. La administración se lava públicamente las manos de cualquier responsabilidad en el proceso:
“El principal objetivo de esta reforma es mejorar la calidad educativa
partiendo de la premisa de que esta debe medirse en función del output (resultados de los estudiantes) y no del input
(niveles de inversión, número de profesores, número de colegios,
etc.)”. Para dar —añadimos nosotros— más complementos de hierro a quien
más hierro tiene. Esto es, sencillamente, hacer dejación de la
responsabilidad de educar. Negar la educación.
Ojalá fuera cierto, como rezaba la nota de prensa con que fue presentada, que “la
reforma que se plantea pretende ser gradualista, prudente y basada en
el sentido común”. Habremos de confesar que hasta el momento no hemos
visto sino imprudencia, precipitación y una pavorosa falta de sentido
común. Confiamos en que sea cierta la voluntad de diálogo con la
comunidad educativa, porque una Ley de Educación no debiera aprobarse,
pese a lo afirmado por José Ignacio Wert en el Campus FAES 2012, con
consenso o sin consenso y además contrarreloj.
Y mientras tanto, sigamos hablándoles a nuestros jóvenes de la
necesidad de “incentivar el esfuerzo” mientras nos peleamos en público
por instalar Eurovegas a la vuelta de la esquina.
Frenemos esto. Todo esto.
Guadalupe Jover es profesora de educación secundaria y socia de Ciudadan@s por la Educación Pública.
Artículo publicado en ELPAIS.com
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